El
oficio de pensar
U
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n quinceañero me preguntó hace unos días,
en un momento de confidencia: "Pero, perdone: ¿cómo definiría usted su oficio?".
Le respondí por instinto que mi oficio era el de un filósofo, cosa admitida por
la ley, ya que estoy doctorado en Filosofía y honrado con libre docencia en
materia filosófica. Me siento filósofo por culpa de Giacomo Marino. Este verano
he ido a Pinerolo a conmemorarlo porque había sido mi profesor de filosofía en
el instituto Plana de Alessandría. Marino ha demostrado que se puede ser un
filósofo -es decir, un pensador- aunque se esté condenado a ser profesor de
filosofía. No sólo me ha enseñado filosofía cuando me explicaba a Descartes o a
Kant, sino también filosofía cuando respondía a preguntas tan insensatas como
éstas: "¿Quién era Freud?", "¿Qué es un leit-motiv en
Wagner?", "¿Es lícito practicar el boxeo?". Así causó Giacomo
Marino un gran disgusto a mi padre, que quería que yo fuera (como era
inevitable en Piamonte) abogado.
Amar la
filosofía y practicarla profesionalmente es un extraño oficio. Se es un
pensador. A veces, me percato mie
ntras estoy trabajando de que me abandono sobre la
silla, con los ojos fijos en un punto, y dejo divagar mi mente aquí y allá. Y,
como es natural, mi moralismo de ex católico se despierta: estoy perdiendo el
tiempo. Luego me recompongo: ¿acaso no estoy ejerciendo la profesión de
pensador? Y, por tanto, es justo que piense.
Errónea idea:
un pensador piensa, pero no en los momentos dedicados al pensamiento. Piensa
mientras toma una pera de un árbol, mientras cruza la calle, mientras espera
que el funcionario de turno le entregue un impreso. Descartes pensaba mirando
una estufa.
Cito de dos
textos contemporáneos (uno voluntariamente degradado y otro voluntariamente
degradante): para Fleming, "James Bond se sentaba en el área de salida del
aeropuerto de Miami después de dos dobles de bourbon y reflexionaba
sobre la vida y la muerte". Para Joyce, al final del capítulo cuarto
de Ulises, Leopold Bloom está sentado en la taza (si se me
permite, está cagando) y reflexiona sobre las relaciones existentes entre
cuerpo y alma. Esto es filosofar. Utilizar los intersticios de
nuestro tiempo para reflexionar sobre la vida, sobre la muerte y sobre el
cosmos. Deberíamos dar este consejo a los estudiantes de filosofía: no
apuntéis los pensamientos que os vengan a la cabeza en el escritorio de
trabajo, sino los que se os ocurran en el retrete. Pero no se lo dígáis a
todos, porque llegaríais a la cátedra con mucho retraso. Comprendo, por otro
lado, que esta verdad pueda parecer ingrata a muchos: lo sublime no está al
alcance de cualquiera.
Pero filosofar
significa también pensar en los otros, especialmente aquellos que nos
han precedido. Leer a Platón, Descartes, Leibniz. Y es este un arte que se
aprende lentamente. ¿Qué quiere decir reflexionar sobre un filósofo del pasado?
Tomar en serio todo lo que ha dicho es como para abochornarse. Ha dicho, entre
otras cosas, un montón de estupideces. Honestamente: ¿hay alguien que sienta
que vive como si Aristóteles, Platón, Descartes, Kant o Heidegger tuvieran
razón en todo y para todo? ¡Vamos, hombre! La grandeza de un buen profesor de filosofía
está en hacernos volver a descubrir a cada uno de estos personajes como hijos de
su tiempo.
Cada uno ha
tratado de interpretar su experiencia desde su punto de vista. Ninguno ha dicho
la verdad, pero todos nos han enseñado un método de buscar esta verdad. Es esto lo
que hay que comprender: no si es verdad lo que ha dicho, sino si es adecuado el
método con el que han tratado de responder a sus interrogantes. Y de este modo
un filósofo -aunque diga cosas que hoy día nos harían reír- se convierte en un
maestro.
Saber leer así
a los filósofos del pasado significa saber redescubrir de improviso las
fulgurantes ideas que han expresado. Un ejemplo: Bacon ha sido el filósofo de
la ciencia moderna. Si hubiéramos tomado al pie de la letra lo que escribió, la
ciencia moderna no existiría. Además, ha sido un personaje ambiguo como modelo
ético. También ha estado en prisión, aunque no se sepa muy bien si como Gramsci
o como Licio Gelli. Pobre Francisco, tratemos de ponernos en su lugar. Abro por
azar su De dignitate et argumentis scientiarum, y leo que es
tan erróneo sobravalorar el pasado como sobrevalorar el presente. Pero que, a
fin de cuentas, la antigüedad es la juventud del mundo, mientras que el único
tiempo viejo y antiguo es aquel en el que vivimos (De dignitate, 1,28).
¡Qué hermosa
idea para un precursor de la ciencia moderna!
Traducción: Daniel Sarasola.
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