Platón (- 428 a –
347 a.C)
El mito de la caverna (República, VII)
El libro VII de
la República comienza con la exposición del conocido mito de la caverna, que
utiliza Platón como explicación alegórica de la situación en la que se
encuentra el hombre respecto al conocimiento, según la teoría explicada al
final del libro VI.
I - Y a
continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que, con
respecto a la educación o a la falta de ella, se halla nuestra naturaleza.
Imagina una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga
entrada, abierta a la luz, que se extiende a lo ancho de toda la caverna, y
unos hombres que están en ella desde niños, atados por las piernas y el cuello,
de modo que tengan que estarse quietos y mirar únicamente hacia adelante, pues
las ligaduras les impiden volver la cabeza; detrás de ellos, la luz de un fuego
que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un
camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un
tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el
público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.
- Ya lo veo-dijo.
- Pues bien, ve ahora, a lo largo de esa paredilla, unos hombres que
transportan toda clase de objetos, cuya altura sobrepasa la de la pared, y
estatuas de hombres o animales hechas de piedra y de madera y de toda clase de
materias; entre estos portadores habrá, como es natural, unos que vayan
hablando y otros que estén callados.
- ¡Qué extraña escena describes -dijo- y qué extraños prisioneros!
- Iguales que nosotros-dije-, porque en primer lugar, ¿crees que los que
están así han visto otra cosa de sí mismos o de sus compañeros sino las sombras
proyectadas por el fuego sobre la parte de la caverna que está frente a ellos?
- ¿Cómo--dijo-, si durante toda su vida han sido obligados a mantener
inmóviles las cabezas?
- ¿Y de los objetos transportados? ¿No habrán visto lo mismo?
- ¿Qué otra cosa van a ver?
- Y si pudieran hablar los unos con los otros, ¿no piensas que creerían
estar refiriéndose a aquellas sombras que veían pasar ante ellos?
- Forzosamente.
- ¿Y si la prisión tuviese un eco que viniera de la parte de enfrente?
¿Piensas que, cada vez que hablara alguno de los que pasaban, creerían ellos
que lo que hablaba era otra cosa sino la sombra que veían pasar?
- No, ¡por Zeus!- dijo.
- Entonces no hay duda-dije yo-de que los tales no tendrán por real ninguna
otra cosa más que las sombras de los objetos fabricados.
- Es enteramente forzoso-dijo.
- Examina, pues -dije-, qué pasaría si fueran liberados de sus cadenas y
curados de su ignorancia, y si, conforme a naturaleza, les ocurriera lo
siguiente. Cuando uno de ellos fuera desatado y obligado a levantarse súbitamente
y a volver el cuello y a andar y a mirar a la luz, y cuando, al hacer todo
esto, sintiera dolor y, por causa de las chiribitas, no fuera capaz de ver
aquellos objetos cuyas sombras veía antes, ¿qué crees que contestaría si le
dijera d alguien que antes no veía más que sombras inanes y que es ahora
cuando, hallándose más cerca de la realidad y vuelto de cara a objetos más
reales, goza de una visión más verdadera, y si fuera mostrándole los objetos
que pasan y obligándole a contestar a sus preguntas acerca de qué es cada uno
de ellos? ¿No crees que estaría perplejo y que lo que antes había contemplado
le parecería más verdadero que lo que entonces se le mostraba?
- Mucho más-dijo.
II. -Y si se le
obligara a fijar su vista en la luz misma, ¿no crees que le dolerían los ojos y
que se escaparía, volviéndose hacia aquellos objetos que puede contemplar, y
que consideraría qué éstos, son realmente más claros que los que le muestra .?
- Así es -dijo.
- Y si se lo llevaran de allí a la fuerza--dije-, obligándole a recorrer la
áspera y escarpada subida, y no le dejaran antes de haberle arrastrado hasta la
luz del sol, ¿no crees que sufriría y llevaría a mal el ser arrastrado, y que,
una vez llegado a la luz, tendría los ojos tan llenos de ella que no sería capaz
de ver ni una sola de las cosas a las que ahora llamamos verdaderas?
- No, no sería capaz -dijo-, al menos por el momento.
- Necesitaría acostumbrarse, creo yo, para poder llegar a ver las cosas de
arriba. Lo que vería más fácilmente serían, ante todo, las sombras; luego, las
imágenes de hombres y de otros objetos reflejados en las aguas, y más tarde,
los objetos mismos. Y después de esto le sería más fácil el contemplar de noche
las cosas del cielo y el cielo mismo, fijando su vista en la luz de las estrellas
y la luna, que el ver de día el sol y lo que le es propio.
- ¿Cómo no?
- Y por último, creo yo, sería el sol, pero no sus imágenes reflejadas en
las aguas ni en otro lugar ajeno a él, sino el propio sol en su propio dominio
y tal cual es en sí mismo, lo que él estaría en condiciones de mirar y
contemplar.
- Necesariamente -dijo.
- Y después de esto, colegiría ya con respecto al sol que es él quien
produce las estaciones y los años y gobierna todo lo de la región visible, y
que es, en cierto modo, el autor de todas aquellas cosas que ellos veían.
- Es evidente -dijo- que después de aquello vendría a pensar en eso otro.
- ¿Y qué? Cuando se acordara de su anterior habitación y de la ciencia de
allí y de sus antiguos compañeros de cárcel, ¿no crees que se consideraría
feliz por haber cambiado y que les compadecería a ellos?
- Efectivamente.
- Y si hubiese habido entre ellos algunos honores o alabanzas o recompensas
que concedieran los unos a aquellos otros que, por discernir con mayor
penetración las sombras que pasaban y acordarse mejor de cuáles de entre ellas
eran las que solían pasar delante o detrás o junto con otras, fuesen más
capaces que nadie de profetizar, basados en ello, lo que iba a suceder, ¿crees
que sentiría aquél nostalgia de estas cosas o que envidiaría a quienes gozaran
de honores y poderes entre aquellos, o bien que le ocurriría lo de Homero, es
decir, que preferiría decididamente "trabajar la tierra al servicio de
otro hombre sin patrimonio" o sufrir cualquier otro destino antes que vivir
en aquel mundo de lo opinable?
- Eso es lo que creo yo -dijo -: que preferiría cualquier otro destino
antes que aquella vida.
- Ahora fíjate en esto -dije-: si, vuelto el tal allá abajo, ocupase de
nuevo el mismo asiento, ¿no crees que se le llenarían los ojos de tinieblas,
como a quien deja súbitamente la luz del sol?
- Ciertamente -dijo.
- Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido
constantemente encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no
habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad -y no sería muy corto el
tiempo que necesitara para acostumbrarse-, ¿no daría que reír y no se diría de
él que, por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no
vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión? ¿Y no matarían; si
encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y
hacerles subir?.
- Claro que sí -dijo.
III. -Pues bien
-dije-, esta imagen hay que aplicarla toda ella, ¡oh amigo Glaucón!, a lo que
se ha dicho antes; hay que comparar la región revelada por medio de la vista
con la vivienda-prisión, y la luz del fuego que hay en ella, con el poder del
sol. En cuanto a la subida al mundo de arriba y a la contemplación de las cosas
de éste, si las comparas con la ascensión del alma hasta la región inteligible
no errarás con respecto a mi vislumbre, que es lo que tú deseas conocer, y que
sólo la divinidad sabe si por acaso está en lo cierto. En fin, he aquí lo que a
mí me parece: en el mundo inteligible lo último que se percibe, y con trabajo,
es la idea del bien, pero, una vez percibida, hay que colegir que ella es la
causa de todo lo recto y lo bello que hay en todas las cosas; que, mientras en
el mundo visible ha engendrado la luz y al soberano de ésta, en el inteligible
es ella la soberana y productora de verdad y conocimiento, y que tiene por
fuerza que verla quien quiera proceder sabiamente en su vida privada o pública.
- También yo estoy de acuerdo -dijo-, en el grado en que puedo estarlo.
Según la versión de J.M. Pabón y M.
Fernández Galiano, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1981 (3ª edición)
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